jueves, 30 de agosto de 2007

Leer es sexy



lunes, 27 de agosto de 2007

Porno: basta con hacer clic


Andrés Barba y Javier Montes, La ceremonia del porno, Anagrama, Colec. Argumentos, No. 364, Barcelona, 2007, 200 pp.


A Huberto Batis


Sobre pornografía se han dicho muchas cosas, y muchas otras se dirán, porque el tema es subjetivo en extremo (lo cual lo convierte en un tema polémico, casi vedado: “No hablemos de religión, política, fútbol” y porno, se podría agregar). Lo que no puede discutirse es que la pornografía ha sido parte fundamental de la cultural universal en todo el tiempo que el hombre lleva sobre la tierra. Desde siempre, la pornografía se ha visto sometida a infinidad de metamorfosis porque las formas de crearla y verla también han cambiado, y en particular en el último siglo. En La ceremonia del porno, libro ganador del XXXV premio Anagrama de Ensayo, los españoles Andrés Barba y Javier Montes documentan algunas de esas metamorfosis a las que se ha visto sometida la pornografía para sobrevivir y mantenerse, por fortuna, entre nosotros.

Si, por ejemplo, cuando surgieron las videocaseteras se pensó que el cine porno quebraría, pronto se vio que no sería así, muy por el contrario: se reavivó a través de los videos (primero en BETA, luego en VHS, en canales de televisión por cable y ahora en DVD), y hoy, al menos en Estados Unidos, las ganancias de esta industria cinematográfica son superiores a las registradas por Hollywood. Como en muchas cosas de la vida moderna, el Internet ha sido el detonante de la masificación del porno.

La metamorfosis más radical ha caído sobre el antaño casi mortífero porno escrito (los llamados Dirty books que iban desde las novelas del Marques de Sade o Henry Miller hasta las anónimas o las de autores que firmaban con seudónimo pues con su nombre su vida corría riesgos) ya que hoy en día ha quedado desplazado totalmente: la preocupación de las policías del mundo está centrada en las bandas de pederastas que abundan en la web y no en censurar los libros con contenido sexual o pornográfico. Esto sucede porque los ciberpornógrafos son más selectivos: “Hay páginas en Internet dedicadas a (o creadas por) quienes se excitan viendo muñecos de peluche o zapatillas deportivas. Donde yo sólo veo un catálogo de Adidas o un souvenir de Disneylan, otros se abisman en la contemplación de material altamente estimulante –pornográfico–”, escriben Barba y Montes.

Uno de los puntos más interesantes de La ceremonia del porno es justamente el que versa sobre la clasificación de lo que es porno y lo que no es: ante ese subjetivismo de que hablaba al principio, aunado a la cerrazón de algunas mentes y leyes, las nuevas formas de representación de lo pornográfico quedan inermes ante ellas. Esas estrecheces no cuentan con un criterio evaluativo fiable que pueda decir que esa nueva forma de representación del porno es o no pornografía. Barba y Montes afirman que la única a la que hay que recurrir es a la intencionalidad: “Tanto da que una representación concreta excite nuestra lascivia personal o no: la intención es lo que cuenta, y la representación pretende efectivamente esa excitación (y la consigue, seguramente, en otros casos)”.

El Internet ha puesto al alcance de la mano del usuario el tipo de porno que satisface sus exigencias (interracial, fetichismo, sadomasoquismo, zoofilia, bisexual, swinger, fist fucking, gag bangs, etcétera). Es una auténtica colisión de afinidades electivas, es decir, rondar, buscar, olfatear como muchos animales hacen para llamar la atención de su pareja sexual, para así encontrar la plena satisfacción sexual: esta es la ceremonia a la que se refiere el título del libro de Barba y Montes. El porno que nos atañe, el que nos interpela y nos compromete es liberador porque sucede que mucha gente prefiere ver en una película porno lo que en la vida real no se atreverían a hacer, así sea con el argumento más esquemático e inverosímil. La pornografía alimenta las fantasías sexuales de las masas, y se retroalimenta a sí misma con las exigencias de sus clientes que piden cosas más extremas (“Uno, dos… mil Kamasutras”). Esta es, a juicio de Barba y Montes, la metamorfosis más difícil a la que se enfrenta el porno.

Finalmente, dicen Barba y Montes, como casi todo lo referente a nuestra sexualidad, el porno devela mucho de lo que uno es.

Frida desmitificada por Frida


Frida Kahlo, Escrituras, Selección, proemio y notas de Raquel Tibol, Prólogo de Antonio Alatorre, Lumen, México, 2007.

En cada una de sus ediciones este libro ha aumentado considerablemente: en 1999 apareció la primera publicada por la UNAM y contenía 99 documentos, en su mayoría memorabilia; la segunda, de 2004 y ya aparecida en un sello del grupo Random House, Plaza y Janés, reúne 151 papeles diversos y, finalmente, 164 en la edición conmemorativa del centenario del nacimiento de Frida Kahlo (6 de julio de 1907-13 de julio de 1954).

La fridomanía está basada en la banalización de la figura de la pintora a la que ella misma contribuyó al parecerse más a un travesti mal vestido que a una auténtica tehuana. Por eso, me parece, este libro debe ser leído, y con detenimiento, para entrar realmente a su vida íntima, alejada de la compra-venta de sus obras y de la mitificación de su vida a través de sus pinturas. Y esto, a su vez, empieza por el riquísimo y lúdico lenguaje con el que están escritos absolutamente todos y cada uno de estos documentos: predomina el lenguaje hablado y tiene un gusto especial por inventar palabras (es decir, neologismos) muchas veces combinando el español con el inglés, por eso no sería exagerado decir que Kahlo sea una de las primeras en hablar en spanglish. “Ya ve que ni poseo la lengua de Cervantes, ni la aptitud o genio poético o descriptivo, pero usted es un hacha para entender mi lenguaje un tanto cuanto relajiento”, le dice a Eduardo Morillo luego de intentar describirle un cuadro que está pintando. Es sobre todo esto que abunda lúcidamente el filólogo Antonio Alatorre en su excelente prólogo.

Desde la primera edición, Tibol ha insistido en llamarles Escrituras, lo cual remite más a textos en los que la pintora pudo haber puesto en papel teorías que tuviera sobre su quehacer artístico (podría decirse que un poco a la manera de Leopardi en el Zibaldone). En su calidad de papeles privados dicen más de sus padecimientos, de sus iras, de su pasión y celos por Diego Rivera, de su soledad durante su estadía en Estados Unidos y la repulsión que le provocaban “los gringotes”, y una infinidad más de asuntos personales: en casi ninguno habla de su pintura, de lo que ella pensaba sobre su obra o sobre la de otros ya sea para profesarles una abierta admiración o una punzante crítica. ¿Por qué entonces insistir en llamarles Escrituras? Cartas, notas, recados, protopoemas y hasta corridos se encuentran aquí para hablar de ella sin intermediarios, como dice Tibol, ella desmitificada por ella misma.

Luego del accidente de 1925 que la postró para siempre, Kahlo recurrió a la palabra escrita y las cartas fueron un vehículo indispensable para comunicarse con el mundo exterior, con sus amigos, amantes y familiares. Algunas de ellas están reunidas en este tomo. A diferencia del conocidísimo Diario, que escribe, me parece, ya convertida en un mito viviente, en sus papeles privados Kahlo es severa y honesta consigo misma porque no podía ser otra frente a aquel amigo, amante o familiar que la leería.

Un libro indispensable para que los fridomaniacos tengan argumentos sólidos bajo los cuales sostener su obra, de una fuente autorisadísima como lo es la de la propia mano de la pintora para con ello darle, espero, otro valor a su vida y a su obra, un valor más cercano a los humanos que a los mitos.

Guiños de la vida en la obra


Mario Bellatin, El Gran Vidrio. Tres autobiografías, Anagrama/Colofón, Col. Narrativas hispánicas, México, 2007, 165 pp.

La obra de Mario Bellatin (Ciudad de México, 1960) es una de las más seductoras que se escriben actualmente en español. Me refiero a que desde la primera página de cualquiera de sus noveletas, Bellatin atrapa al lector con el estilo pulido y lacónico que ya lo caracteriza. Es así como rápidamente se entra en un ambiente hermético que invade y, en cierta medida, define la lectura. Por eso es extraño que en uno de los fragmentos del primero de los tres libros de que se compone El Gran Vidrio, Bellatin escriba: “322. Como se supondrá por lo que he relatado, el ambiente se tornó sombrío”. ¿Pero es que en algún momento el ambiente no fue sombrío? ¿Había necesidad de decir que el ambiente se tornaba sombrío? Desde luego la reiteración no es gratuita. También desde la primera página, la atmósfera en prácticamente todos los libros de Bellatin es sombría: desde sus primeras obras como Efecto invernadero, donde se cuentan los últimos días de vida del poeta peruano César Moro, y en especial en el moridero al que llegan los infectados de una nueva enfermedad en Salón de belleza hasta el inválido que depende de sus perros pastor belga-malinois en Perros Héroes.

Por otra parte, de un tiempo para acá los libros de Bellatin han ido adquiriendo rasgos biográficos de forma más evidente. Pero ¿acaso sus anteriores novelas (Flores, por ejemplo) no tienen tintes autobiográficos? ¿Es necesario una vez más que Bellatin diga que estas noveletas lo son para saberlo? En sus autobiografías los escritores se esmeran en ser fieles a lo que realmente aconteció para relatarlo. En el caso de Bellatin lo que sucedió es pasado por el tamiz de la ficción de manera tal que cabría preguntarse en qué medida son autobiografías si todo ha sido ficcionalizado (sin embargo, lo acontecido sigue siendo verdad).

Al reunirlas bajo el subtítulo “Tres autobiografías”, Bellatin lanza un guiño sobre su vida y su obra. O, más exactamente, sobre la relación que se está sucediendo entre ellas actualmente. Bellatin practica el sufismo, una más de las corrientes del Islam, es un amante empedernido de razas de perros excéntricas, usa una prótesis en el brazo derecho (“Desde que nací mis padres se empeñaron, de manera casi obsesiva, en que utilizara una prótesis que supliera mi brazo faltante”, dice el protagonista de la primera), y padece una rara enfermedad incurable que, sin embargo, no es por la que morirá.

Es evidente que Bellatin está haciendo una obra de arte con su vida: La jornada de la mona y el paciente (2006) cuenta la profunda crisis sicológica que padeció durante los primeros meses de 2006; cada mañana, inmediatamente después de despertar, Bellatin se sienta frente a la computadora a (d)escribir el sueño que ha tenido esa noche y, finalmente, pronto, junto con el artista peruano Aldo Chaparro, montará una exposición de las prótesis de su brazo que ha usado a lo largo de estos años.

Pero ¿es imprescindible saber todos estos datos para apreciar mejor una obra tan sólida como la de Bellatin? Desde luego ese no es un asunto que deba importar. Confórmese el lector con la autenticidad de esta obra, con su solidez, su estética e innovación indiscutibles.

Finalmente, es preciso decir que Bellatin prescinde de la trama porque no son novelas convencionales (como tampoco son “autobiografías” en estricto sentido) que “cuenten algo”. De hecho, creo que tampoco pretenden relatar una historia a la manera ortodoxa. Al navegar por estas embravecidas aguas que van y vienen, que llevan al lector por un lado y luego fluctúan en sentido contrario, sólo quedará el desconcierto. Otra vez el ambiente sombrío. Con El Gran Vidrio, Bellatin se confirma como un excéntrico al que muchos ya han reservado un destacado lugar en la tan recurrida familia de los escritores raros.

*Publicada en Tierra adentro, núm. 147, agosto-septiembre de 2007.