viernes, 25 de julio de 2008

Los ascensos a la miseria humana



Antonio Ortuño, Recursos humanos, Anagrama/ Colofón, Colec., Narrativas Hispánicas, Núm., 425, México, 2008, 171 pp.

La nueva novela de Antonio Ortuño, Recursos humanos, que quedó finalista del premio Herralde de editorial Anagrama, debe ser leída por diversas razones. Me refiero a que quiero aportar mis muy modestas observaciones del por qué la novela de Ortuño debe ser leída. Para empezar, una obsesión muy particular: el lenguaje. En lo primero que me fijo para juzgar si debo continuar con la lectura de una obra literaria es en la prosa, el manejo del lenguaje, en la propuesta que el autor hace con estas herramientas. Esto podría parecer lógico y hasta una tontería, pero no lo es cuando proliferan escritores que lo último que saben hacer es escribir o son escritores inflados por los grupos y amigos poderosos que los apadrinan (en el caso de Ortuño, incluso su carrera literaria es honesta: hace no mucho me encontré con unos ejemplares de la revista El Zahir que publicaban en Guadalajara nuestros amigos en común, José Israel Carranza y Víctor Ortiz Partida, donde aparecen unos curiosos poemas salidos de la pluma e inspiración del mismísimo Antonio Ortuño).

La prosa de Ortuño, pues, va de sentencias solas o en párrafos cortos a oraciones largas que se van desdoblando en observaciones o reflexiones de los avatares en la vida de su personaje. Su prosa está alimentada por un lenguaje claro y certero, sin las pretensiones de utilizar palabras extrañas o desconocidas o de recurrir, como saben hacer lo que no saben qué hacer, a anacronismos que dan la impresión de estar leyendo a un autor del siglo XIX en este valemadrista siglo XXI.

Después, la historia. El personaje principal de Recursos humanos, Gabriel Lynch, es un pariente cercano de Álex Faber, el a su vez protagonista de la primera novela de Ortuño, El buscador de cabezas (Planeta, 2006), no sólo porque el autor sea el padre de ambos sino porque me los imagino juntos, haciéndose compañía, como buenos cuates –si es que alguno de ellos aceptara ser amigo del otro--, uno como el reverso complementario del otro. Los dos son unos outsiders, unos apestados, unos marginados, que hacen saber su incomodidad ante el mundo con actitudes y gestos de freaks, con los que sólo logran ser más ignorados. “Carezco de poderes, pero me sobra el odio”, dice Gabriel Lynch como si esta máxima fuera la razón absoluta por la cual se toma la libertad de relatar la historia de su odio que es también la historia de su amor.

Leo cada oración de Recursos humanos y la imagino silabeada con el particular tono de Toño. No sé si sea por eso que la historia de Gabriel Lynch me desternilla de risa, tampoco sé si Toño la haya escrito para que el lector se divirtiera, pero estoy casi seguro que sí. Porque Lynch es un personaje particular, él cree, ¡vaya pretensión!, que su tragedia personal le debe interesar a todo el mundo. Pero, como a todo buen ingenuo, hay que decirle que al mundo no le interesa la tragedia personal de nadie. Lynch pasa desapercibido, él mismo sabe que los otros perciben en su actitud y en su persona cierta inocuidad. Y sin embargo, el propio Lynch lo reconoce en alguna página al decir: “Cuento a los vientos la historia de mi odio”. ¿A quién? A nadie. Sólo a los vientos.

La ironía de Ortuño es demoledora. Ningún estrato de esa pequeña sociedad que es la empresa donde trabaja el envidioso, colérico y traicionero Lynch se salva de los dardos de la crítica social que Ortuño agudiza con su sentido del humor. Porque aquí las clases sociales sí importan, los adinerados han estudiado en escuelas privadas que les abren las puertas sin tocarlas y ellos son los que siempre consiguen las mejores tetas y los mejores culos de las mujeres más deseadas. Porque en las páginas de Recursos humanos los mejores puestos tienen también, claro, las mejores oficinas en los pisos altos del edificio del consorcio donde Lynch labora: sólo así se entiende el epígrafe tomado del Génesis. Ortuño sabe que el ascenso estrepitoso a las glorias de la vida puede trocarse en una comedia y que la burla ajena es más divertida. Y toda esta miseria humana inicia en las familias disfuncionales que lo mismo crean parásitos humanos las recatadas familias conservadoras que las pobretonas donde no hay ninguna muestra de afecto entre sus miembros.

Una sociedad fría y recatada a base de adoctrinamiento eclesiástico es lo que se refleja en la encarnizada y vana lucha que Lynch tiene con su jefe y rival, Mario Constantino Castañeda. Si bien el pleito entre estos podría germinar en el resentimiento de clases, lo cierto es que tiene otras razones más válidas: las pasiones bajas y ruines de la lascivia, es decir, quién de los dos se queda con la mujer más cachonda, o cuál de los dos consigue el puesto anhelado en la empresa sin haber pasado tantos años escalonando de puesto en puesto. Así, pues, no es casual que el protagonista de Recursos humanos se llame Gabriel y su enemigo Constantino.

De los juveniles poemas que publicó en El Zahir, Ortuño ha pasado a escribir estas novelas, y un libro de cuentos, El jardín japonés (Páginas de espuma, 2007), que son verdaderas bombas de la reciente literatura mexicana. Así, Ortuño ha dejado de ser una promesa de nuestra literatura para convertirse en uno de los integrantes del dream-team de la nueva literatura mexicana.

*Texto leído en la presentación del libro el jueves 24 de julio, en Pachuca, Hidalgo.

sábado, 5 de julio de 2008

¿Y a mí, quién me cuenta esa parte de la historia?


Chiquita narra la vida de Espiridiona Cenda (Matanzas, Cuba, 14 de diciembre de 1869-Nueva York, 11 de diciembre de 1945), una historia que la propia protagonista dictó a Cándido Olazábal, un poeta frustrado y quien fungió, años después, como una especie de albacea encargado de publicarla, pero que nunca lo logró. Fue así como Antonio Orlando Rodríguez (Ciego de Ávila, Cuba, 1956) decidió reescribirla, basándose en aquella primera versión que Chiquita dictó en sus últimos años de vida a Olazábal. Cuenta Rodríguez en las primeras páginas de esta novela ganadora del Premio Alfaguara de Novela, que fue el propio Olazábal quien le habló de la excéntrica mujer cuando era un viejo que, a punto de morir, vendía las últimas pertenencias que le quedaban: entre ellas, varios cuadernos que formaban el manuscrito de la vida de Chiquita. Pero he aquí que a ese manuscrito le faltaban capítulos que un huracán se llevó, así que Rodríguez tuvo que echar mano de lo que Olazábal recordaba haber capturado cuando Cenda le dictó en los tiempos de la Depresión estadunidense. [Para seguir leyendo hacer click aquí.]