Liz Prince cuenta su historia en Tomboy. Una chica ruda (editorial Alfaguara, 2017) o, para decirlo con otras palabras, ella es una “tomboy”, es decir, una marimacha desde chiquita: prefiere vestir con pantalones, camisas, corbatas y gorras que con vestiditos rosas; tiene el pelo corto y le gusta jugar a las luchitas y a Los Cazafantasmas y en las historias ella quería ser el galán que rescata y despierta a la princesa con un beso, además usa calzones de niño y juega beisbol… En fin, que Liz tiene todo para ser una buena marimacha o machorra. Pero eso, que para una niña podría ser normal dado su inocencia del mundo, causa extrañeza en la demás gente acostumbrada a poner etiquetas y comportamientos a lo que debe ser “femenino”.
Tomboy es una novela gráfica, de manera que la lectura es
más rápida y más divertida pero el propósito es el mismo: hacernos ver a todos
los prejuicios y tabús que aún tenemos en torno al género. En un momento, Liz dice
que los niños son como las esponjas para lavar los trastes: absorbemos todo
aquello que nos enseñan nuestros padres, en la escuela y lo que vemos en los
medios, y luego esos niños repetimos y arrojamos esa información al mundo. Así
que desde si no te ves y actúas como nos han enseñado desde chiquitos lo que es
la norma lo que recibes son comentarios raros o hasta insultos. En ese sentido,
Tomboy podría ser una novela que con humor nos pone a pensar en esos problemas
de género: lo que está determinado socialmente por ser niña (el rosita de la
ropa, jugar a la comidita, ser la que cocina) o ser niño (vestir de azul, jugar
a las luchas o a los cochecitos y ser el que provee). Nada de eso, hay que
romper con esas barreras.